lunes, 1 de febrero de 2010

Retratos de galería


María Pilar Fuentes Osés por Zubieta y Retegui

De los ocho o diez mil años de memoria documentada de la humanidad, la fotografía solo ocupa ciento setenta años; sin embargo sin ella no podríamos explicar el mundo en que habitamos. De la generación de mi abuela a la de mi madre y de la de mi madre a la mía, la sociedad ha experimentado más cambios que desde los días de nuestras bisabuelas a los de los emperadores romanos; hemos tenido el complejo privilegio de nacer en un tiempo que alcanzado una inercia laocóntica e imparable. Aún hoy coexistimos quienes vimos segar a golpe de hoz con quienes han nacido de la fecundación in vitro; los que conocimos el comercio de las barras de hielo para el refrigerador con quienes descongelan comida en los microondas; quienes aprendimos a escribir con plumilla y secante con los nativos digitales, ciertamente son días que mueven al asombro.
Para aquellos más jóvenes, a quienes sorprende conocer que hubo infancias ajenas al televisor, puede resultarles imposible el paradigma de un mundo en que muchas palabras carecían de imágenes; con anterioridad a la fotografía y luego al cine y el video, las gentes de tierra adentro podían morir sin tener una visión que recogiera la húmeda inmensidad del concepto “la mar” o la gélida albura de “copo de nieve” o “Roma” o “Pablo Sarasate”. El valle vecino era la verdadera frontera de una nación que muy pocos conocían y las gentes nacían, vivían y morían en la distancia que marcaba el canto de las aves de corral.
En 1839 primero J.M. Daguerre (1787-1851) y luego H.W.F. Talbot (1880-1877) presentaron a un atónito mundo dos diferentes sistemas para fijar la imagen y hacerla permanente y compartible; había nacido la fotografía y con ella, la poderosa herramienta que habría de cambiar profundamente a una sociedad que ya era culta. La técnica de Daguerre, el daguerrotipo, era un positivo directo de cámara, que al carecer de matriz negativa limitaba su difusión al ser una imagen única. El procedimiento de talbot, perfeccionado en 1841 con la obtención de un negativo sobre papel, permitía múltiples copias que eran recibidas en muy distintos destinos, ávidos de visualizar aquello que de lo que tenían noticia por los periódicos o los relatos de viajes.
Los primeros operadores llevaban a cabo su labor en un mundo que carecía de ciencia e industria fotográfica; su trabajo abarcaba desde la preparación de la totalidad de los materiales requeridos, a los registros de la toma, el procesado, el fotoacabado y la preservación de una obra que era apreciada por los círculos más selectos del anillo social. De esta forma llegaban a cortes y ateneos la realidad del Coliseo o las pirámides, la Acrópolis, Constantinopla, el rostro de los reyes y reinas, de cardenales, duques y exploradores, conocidas ciudades y países remotos.
Los primeros fotógrafos no requerían de la cantidad, reñida con las técnicas más primitivas. Sus servicios estaban al alcance de unos pocos, de aquellos con recursos suficientes para afrontar el lujo de poder detener el tiempo en un encuadre exquisito. Conscientes de la responsabilidad de definir para la historia la personalidad del retratado, dedicaban el tiempo necesario a extraordinarias composiciones y elaboradas tomas; eran requeridos por la crema de la sociedad y respetados como científicos y celebrados como artistas.
En 1849, Gustave Le Gray (1820-1882) propone el uso de colodión como aglutinante apto para la obtención de placas negativas. En 1850, Louis Désiré Blanquart Evrard (1802-1872), publica la fórmula para la obtención de papeles a la albúmina y de inicia el declive de las copias al papel salado de Talbot, que habían monopolizado el mercado hasta esa fecha. En 1851, Frederick Scott Archer (1813-1857) presenta las bases del procedimiento al colodión húmedo sobre placas de vidrio; ello supone el fin de la era de calotipia.
En 1854. A. A. E. Disderi (1819-1889) obtiene la patente del montante para producir múltiples registros sobre un único negativo de colodión húmedo en formato placa completa . Nace la tarjeta de visita (TV) que inicia la normalización de los formatos de la fotografía por ennegrecimiento directo. La posibilidad de obtener hasta ocho registros en una única placa y proceder a cizallarlos tras un único revelado, permite una bajada considerable de los costos de producción y, en consecuencia, el acceso al consumo de los recursos de la fotografía por un mayor segmento del arco social.
La fotografía, como todo aquello que es épico, está poblada de leyendas. Una de las más memorables sitúa en 1859 a Napoleón III deteniendo a sus tropas, camino de Italia, ante el estudio de Disdéri para ser retratado por el autor; que sea o no cierta es menos relevante que el hecho de estar recogida por innumerables manuales.
En 1860. J.E. Mayall (1813-1901) realiza en mayo un cuidado reportaje de la familia real inglesa en el formato tarjeta de visita, en agosto saca a la venta el Royal Album . del que se vendieron 60.000 ejemplares. Quienes un lustro antes no podían soñar con acceder a los servicios de los fotógrafos, pasan a ser fanáticos coleccionistas de vistas y gentes; rara es la familia que no inicia el registro de su estirpe en decorados álbumes, tradición aún hoy mantenida.
El tiempo de la daguerrotipia escasamente alcanzó los veinte años, en ellos la producción mundial de daguerrotipos no alcanzó la cifra de veinticinco millones; en las décadas de 1860 y 1870, se realizaron un promedio de ochocientos millones de tarjetas de visita cada año, ello afectó a la calidad y la cualidad de los registros efectuados.
Pese a la masificación de la producción fotográfica y al cambio de la aquiescencia social del operador, que pasa de ser el brujo de la tribu (aquél que sabía detener el tiempo) a un comerciante especializado, generar registros fotográficos seguía requiriendo de un conocimiento técnico-científico y una capacidad de inversión económica, que dividía el mundo fotográfico en los dos hemistiquios que separaban a productores y consumidores. La llegada al mercado de los primeros materiales de toma y copiado, ya fotosensibilizados, propició que algunos aficionados se fueran adentrando por la cartografía de lo fotográfico, cada vez con más audacia. En 1885 La película Eastman America™ prefigura las posibilidades de los soportes flexibles que, al permitir el enrollamiento, limitan el peso, multiplican la movilidad, aumentan los ámbitos de trabajo y pueden ser revelados por los laboratorios de la casa productora, que a partir de ahora permite al aficionado liberarse de los rigores de la técnica.
En 1889 la Eastman Company™ puso en el mercado la Kodak™ Camera Nº 1, la primera en usar película en rollo para cien exposiciones de 6,25 cm de diámetro y soporte de papel. Al año siguiente lanza la legendaria “Brownie” al precio de 1$ y la “fotomanía” de los sesenta regresa con un cambio de escenario: la frontera que separaba a productores y consumidores se vuelve permeable y un número cada vez más alto de los registros fotográficos que componen la memoria familiar, escapa de los profesionales.
En el cambio de siglo se produce una evolución en los gustos populares propiciada por el auge del formato Tarjeta postal, admitido por la mayoría de los países para abaratar los costes que permite el reciente correo abierto, en que la pérdida de intimidad es bonificada por un franqueo más accesible. Las compañías fabricantes de papeles fotográficos de copia, imprimen en el reverso de sus cartones de galería los datos postales requeridos, con lo que son aceptados por las estafetas como soporte apto para la correspondencia. La novedad reescribe los formatos que abandonan el uso de soporte secundario y la geografía narrativa asentada desde la albúmina.
Los estudios fotográficos encuentran en la tarjeta postal el equilibrio en una actividad debilitada por el auge y la autonomía de toma que rige en los fotógrafos aficionados, cuyo número aumenta con la llegada de negativos más rápidos y cámaras más sencillas. Se establece un pacto no escrito que divide en dos el territorio imparable de la fotografía; aquello que compete a los registros más espontáneos de la memoria doméstica es resuelto con la cámara de retratar de la familia y cuantos solemnes documentos constituyan los hitos familiares, será entregado al oficio, a la técnica y al arte de los profesionales.
Del abanico de trabajo de los fotógrafos dos son comunes a la mayoría de los estudios del país: la fotografía requerida para la documentación legal de los ciudadanos y los retratos de galería; en nuestra ciudad los profesionales encuentran en la festividad de San Fermín, un flujo efímero de actividad pero de gran importancia en su cuenta de resultados, la exhaustiva documentación de los encierros. Con sorprendente celeridad, los registros de un encierro corrido a las siete estaban a las diez expuestos en las vitrinas y escaparates de los distintos profesionales y la disposición de un público que visitabas los distintos comercios con la esperanza de sus lances hubieran quedado inmortalizados en alguno de los cientos de encuadres.
La fotografía de documentación legal no permite hablar de maestría; las normas que regían las fotos del carné de identidad, pasaportes, libros de familia, etc. estaban marcadas por las rigurosas exigencias del ministerio del interior, más preocupado por su capacidad documental que por facetas artísticas. Sin embargo, era en los retratos de galería donde cada estudio buscaba su acento y donde los profesionales ganaban reputación. Unos estaban especializados en desplazarse a los domicilios con toda su intendencia, donde captaban al niño con sus juguetes, a la novia antes de salir de la casa de los padres camino de la ceremonia, a los mayores con dificultad de salir a la calle o los grupos familiares en señaladas ocasiones. Otros eran afamados por su destreza en el retrato individual, esculpido a base de complejas iluminaciones y elaboradas poses. Los había maestros en el retoque o en las distintas técnicas de suavizar el detalle, bien en la toma o en el laboratorio. Algunos fueron verdaderos magos del arte de dominar los complejos descentramientos que permiten las cámaras de fuelle, que permitía explorar la belleza de los enfoques selectivos o los trabajos a la hiperfocal. Algunas galerías se especializaban en el retrato de grupos, dotadas de un amplio salón de toma, podían abordar a los incipientes conjuntos musicales con sus distintos instrumentos, al cazador con sus trofeos o a la familia numerosa con la chacha y el cochecito del niño. En aquella España de los cuarenta donde los velatorios y duelos se llevaban a cabo en el propio domicilio, no faltaron los operadores que ofrecían el servicio del retrato postrero del finado en el lecho mortuorio o en la caja.
Ser fotógrafo no es una empresa fácil. Requiere de numerosos conocimientos que beben desde la ciencia en las fuentes de la física y la química. Es preciso conocer de óptica, fotometría, técnicas de iluminación, dominar los principios del retoque y el fotoacabado, manejar con precisión los arcanos del cuarto oscuro y tener lo más difícil, el ojo del fotógrafo como requiere el médico del ojo clínico. En una copia fotográfica las tres dimensiones primarias están comprimidas en dos; el inexistente volumen se propone mediante el uso de los distintos objetivos, las técnicas de enfoque, la obtención de las texturas y el equilibrio del contraste. Ello obliga al fotógrafo de galería a dominar la iluminación. En los estudios de los cuarenta, el operador disponía de múltiples fuentes de luz continua y abundantes accesorios para generar admirables acentos: conos de concentración, paraguas blancos para luz reflejada, el uso de pantallas de papel vegetal para suavizar la luz trasmitida y el dominio de a que distancia bañaba cada foco al sujeto para evitar sombras sin detalles o luces altas quemadas. La utilización de forillos, fondos continuos y piezas de mobiliario, permitía desarrollar magníficos discursos escritos a base de plata y luz. El operador definía cada centímetro del encuadre en un continuo ir y venir de la cámara de placas a las luces, hasta finalizar la compleja arquitectura de la toma. Con demasiada frecuencia un buen registro era llevado acabo sobre un cliente cuyo rostro presentaba las inevitables imperfecciones de la piel, o los signos que confiere la edad; las arrugas que prolongan las comisuras de los labios, patas de gallo, las erosiones de la viruela, granos, bolsas bajos los ojos o impertinentes cicatrices, debían ser corregidas o matizadas. Sobre el pupitre de retoque y con la luz trasmitida el fotógrafo, que no podía intuir la eficacia del lejano Photoshop™, aplicaba el lápiz de grafito, el guache, la bolita de vaselina teñida de rojo o las lacas, para alterar el contraste, proponer otro encuadre o eliminar las huellas de la edad, que el exceso de acutancia de los registros a gran formato, habían trasmitido al negativo con demasiado detalle. El retoque de los originales podía encumbrar a un estudio o ser la causa de su declive.
Jesús Cía y yo, comisarios de esta exposición, creemos que la muestra que hemos elegido permite rastrear en las copias exhibidas, gran parte de esos códigos que han regido el retrato de galería en el estudio de Zubieta y Retegui, que contiene la memoria irrepetible de los pamploneses de tres generaciones.
Frecuentemente quienes de la fotografía valoran solo aquella que es de autor, suelen cuestionar de las instituciones que se hagan cargo y asignen recursos económico y humanos a archivos de lo que llaman fotógrafos BBC (bodas, bautizos y comuniones), suelen olvidar que tal vez se pueda sobrevivir sin arte, pero no sin recuerdos. Paso por tener una de las colecciones de daguerrotipos más importante de España; una vez un canal de televisión en Argentina me pregunto ¿Sin ardiera su casa y sólo pudiera salvar una imagen con cual saldría en las manos? Contesté, con una copia 9 X 12 en blanco y negro de mis padres cuando eran novios, en un baile en el Casino de Pamplona; él con smoking y ella, preciosa, con un vestido largo.

Ángel Mª Fuentes